Por Ivette Estrada
A medida que avanza el tiempo se vuelve más perceptible el sentido de mortalidad inminente. De los viejos parten los consejos de vivir al máximo y de no postergar, de tener este instante y nada más.
Casi sin percatarnos, nos volvemos proclives al disfrute de cada instante. Valoramos lo que los jóvenes consideran trivial y anodino: una charla agradable, el color del paisaje o un aroma lleno de reminiscencias. Todo se vuelve memorable y conspicuo. Cada persona en nuestra vida, sin saberlo, toma roles protagónicos y emblemáticos.
La inminente muerte es un estado de alerta permanente. No se acaban los sueños: se construyen nuevos de momento a momento. El tiempo se ralentiza a medida que se calma una sensación de prisa y desesperanza. No se macera ni hiere el tiempo: se paladea muy despacio, se disfruta. La vida ya no bulle en estentóreo tambor, se diluyen la prisa, se calma el pertinaz mensaje de hacer todo ya. No es letargo: posiblemente los sentidos estén ahora más vivos, pero también más conscientes.
Hay hábitos que se abandonan de manera más o menos consciente: perder el tiempo de manera deliberada, el multitask y la adicción al trabajo. El tiempo se vuelve el bien más preciado.
A medida que pasa el tiempo se alejan las metas y estereotipos impuestos por otros. El éxito no genera ya una competencia férrea, es sólo el estar aquí y ahora, los otros son cada vez más nuestros espejos y ya no queremos avasallarlos ni ganarles nada: sólo mejorar las propias habilidades, sólo apaciguar la prisa y tratar de conquistar la compasión y el amor como formas permanentes de vida.
El arte de envejecer es comprender que lo único seguro es la muerte. Paradójicamente eso no nos vuelve tristes. Es cuando mayor gratitud experimentamos del tiempo que tenemos, de los planes que armamos a cada momento, de las personas que están y estuvieron.
Si. En el arte de envejecer también juega un rol la espiritualidad. Después de todo es inminente el desprendimiento de la realidad material. Pero no somos sólo cuerpo. La finitud no está en la carne. Somos imaginación, percepción e ideas. Somos pensamientos y emociones, somos un nexo perfecto con el Principio.
El arte de envejecer implica entablar diálogos diferentes con Dios, cualquiera que sea su nombre. Ya no es obligación, ni son rezos con palabras inentendibles carentes de significados, es el soliloquio más perfecto y claro que generamos en cualquier lugar y hora y que, sorpresivamente, nos lleva a conocernos más y amarnos, como quizá nunca lo hicimos antes.
Bueno. Y en resumen: ¿cuál es la clave del arte de envejecer? Es murmurar en cada acción y pensamiento: ¡Gracias vida. Aprecio este momento!